Primera casa de la aldea

Pilar Adón

No dejes el camino, que hay osos, jabalíes, lobos.
Ven, toma el cuchillo de montero de tu padre; sabes usarlo.
Ángela Carter, «El hombre lobo».

Hoy he visto cómo se acercaba. Normalmente sólo sé que ha llegado cuando ya está en la puerta y empieza a llamar al timbre con esa lentitud que define cada uno de sus movimientos. Pero hoy estaba alerta y he visto su manera de aproximarse a nuestra casa y rondarnos sabiendo que no va a conseguir lo que busca pero insistiendo. Para fastidiarme. Llama y espera a que me asome, y si no me asomo vuelve a llamar porque no tiene nada que perder. Ni siquiera el tiempo, ya que no puede hacer nada con él. Nadie contrataría a un ejemplar semejante para atender a los clientes de su tienda ni para ajustar las piezas de un motor. De modo que puede pasar dos horas, tres, delante de mi puerta, hasta que vuelva a anochecer. Nadie espera su llegada en ningún sitio. Y ¿entonces? ¿Qué puedo hacer yo sino abrir y decirle que me deje en paz? A veces con desesperación. A veces con ira. Le repito que no le voy a dar mi dinero para que lo pierda por ahí. Que no le voy a dejar pasar para que ensucie el suelo de los pasillos de barro y deje ese olor a enfermo que despide a distancia. Que no quiero prestarle ningún libro ni dejar que repose unos momentos en el salón. Sólo si me pide comida vuelvo a cerrar y regreso después para darle algo de los que nos sobró de la cena. Pero nada más. Porque me molesta que venga todos los días para enseñarme la misma cara sonriente que deja caer sobre el dorso de su propio cuerpo con la intención de parecer un perro arrepentido tras un arañazo o un mordisco, y despertar en mí algún sentimiento de lástima. Ese tono servicial y complaciente me exaspera. Lo destroza todo. Los seres salvajes no han nacido para ser felices y se lo repito cada vez que me suplica que no cierre la puerta. También sé que debo contralar la rabia y el odio, las pasiones destructivas e improductivas que se apoderan de mí cada vez que le veo, a pesar de que parezca que hemos pactado una tregua y a pesar de que parezca que hemos aceptado las condiciones que deben darse a nuestro alrededor para estar tranquilos. He de controlarme, así que no grito ni aviso a los leñadores aunque sea lo único que realmente desee hacer. Las fieras han de trabajar al menos cinco días a la semana y tener una o dos jornadas de descanso para volver cada lunes a retomar sus obligaciones con cierto agrado. Han de considerar que su paso por esta tierra es transitorio y que lo mejor que pueden hacer por los demás es dejar algo útil tras de sí: un hijo, una fábrica, un recuerdo feliz. Y estas cosas sólo se consiguen con buena voluntad y con un esfuerzo continuado. Sí, esfuerzo… La palabra más significativa que conozco. El esfuerzo de levantarse todos los días con el sol para observar, a través del mosquitero, cómo los coches siguen circulando espaciadamente por la carretera. El esfuerzo de preparar plato tras plato para mantener la máquina en funcionamiento. Pero él pretender entrar en casa, devorarme, y luego tenderse para esperar a que llegue aquella a quien yo más quiero y devorarla también. ¿Por qué sonríes? ¿Es que no te das cuenta de que te estoy observando? Tus gestos, tus apetitos. Estoy al tanto de la estrategia que te trae hasta aquí. Y no voy a salir al exterior cuando te estés marchando ni voy a ir tras de ti tal y como estoy, sin impermeable, sin guantes ni bufanda. No voy a correr ni voy a pedirte que entres en esta casa. «Quédate hoy. Come con nosotras.» Con el viento azotándonos a la vez, viendo cómo te giras con incredulidad al principio, con una enorme satisfacción inmediatamente después y una extraña mueca en los labios. No vas a hacerlo porque no te lo voy a pedir ni voy a ayudarte ni te voy a invitar a que te metas en mi habitación bajo la excusa de que no tienes más pretensión que la de ayudar. No quiero seguir afirmando ni servir a un amo. Así que puedes largarte.

«Sonríe», pienso. «Sí. Sonríe todo lo que quieras, alimaña. Suplica y muéstrate amable. Llama a mi puerta diez veces, veinte veces, que no vas a conseguir nada.»

«¡Voy a entrar!», quizá llegues a gritar tú.

Entrar, entrar…, pienso yo. Puede que de repente notes sobre tu lomo de largo pelo la mano de leñador mayor y puede que lo que escuches a continuación sea su voz: «¿Qué crees que estás haciendo, amigo?», poniendo de manifiesto la atávica fuerza de nuestra hermandad. «No puedes estar aquí. Tú no». Y esa imposibilidad aumentará tu deseo de acecharnos. Tu propósito de entrar para dejar, por fin, de dar vueltas en torno al mismo recinto. Siempre el mismo suelo y el mismo color de las paredes. Tus pezuñas caminando en círculo.

 Revista de Occidente, vol. 432, 2017. Reproducido con permiso de la autora y la revista.

License

Primera casa de la aldea Copyright © 2022 by Pilar Adón. All Rights Reserved.

Share This Book