La mancha

Silvia Hegele

Después de un viaje por carretera de dos horas, Diana no estaba segura si quería entrar en la casona de estilo colonial. Delante de la puerta con los sacos de mandarinas, de naranjas, de café molido, de maduros y de cacao fresco, Diana deseaba volver atrás. No al taxi que la trajo, ni al corregimiento donde se situaba su finca de donde salió a las cuatro de la mañana. No a la cama dura donde despertó en la madrugada, ni a la mesa de la cocina donde tomó su tinto amargo. Simplemente atrás, bien atrás (¿en el tiempo?). ‘Volver atrás’ es una expresión de campesinas como yo, pensó mientras con sus manos temblorosas alisaba su falda color rosa pálido.

El olor a sal y cebolla que invadía el jeep que la llevó hasta el pueblo más cercano persistía en su nariz. Buscó con su olfato el lugar del brazo donde había aplicado la colonia barata que su hijo le había regalado para el día de las madres. Sal y cebolla, los dos únicos olores que podía identificar su nariz en esos momentos. Sabía que la nariz de su anfitriona no sería condescendiente y se focalizaría en esa mezcla de transpiración y tierra que la seguía como si fuera su sombra. Así se lavara con “jabón azul”, así se cambiara cada vez que terminaba de arrear el ganado, ese olor la perseguía. A veces hasta aparecía en sus sueños. Al menos su traje de domingo estaba intacto a pesar del aguacero que se había desatado como un castigo mientras terminaba su tinto.[1] El mismo traje con el que cada semana iba al pueblo más cercano para vender los productos de la finca y a visitar a su única amiga. Pocas veces había tenido que volver donde la costurera para reajustarlo.

La laca de la pintura con la que habían recientemente restaurado el portón de la casona, le permitía ver su reflejo: una mancha rosa, difusa. Sintió alivio de no verse en un espejo; seguramente evitaría mirarse a los ojos, evitaría constatar que era ella quien estaba ahí. Ella, Diana, una mujer que trabaja la tierra. Cuando por distracción su mirada coincidía con la consciencia de su cuerpo de mujer reflejado en el espejo, la sorprendía la certitud que sus cinco hermanas la habían despojado de su feminidad. Antes, cuando no había sido capaz de escuchar el llamado de la tierra, ella pasaba su tiempo libre mirando su cuerpo, descubriendo cada parte de su piel: las caderas, el vientre, los brazos, el cuello. Había robado un trozo del espejo que su madre rompió el día de la muerte de su padrastro; ese crimen le había dejado una cicatriz que cortaba en dos la línea de la vida en la palma de su mano. No le importaba, porque estaba segura que con dos espejos las posibilidades de conocerse eran infinitas. Pero ese cuerpo que había descubierto poco a poco, que exhibía sin temor en el río, que dejaba secar al sol de la tarde durante horas y horas de ocio, ese cuerpo se convirtió en el extraño más familiar. Una tarde lluviosa de julio en 1959, lo que ella pensaba que era su feminidad había desaparecido junto con su virginidad. Mientras ella se sentía “menos mujer” y presentía una hecatombe en el centro de su vientre, en sus hermanas una belleza sin artificios se abría como una flor perfumada. Todas tendrían derecho a una dote y a una gran fiesta de matrimonio que marcaría el fin de sus vidas de campesinas. Era “eso” ser mujer en su época: atarse a un hombre, prestar su vientre durante varios meses y varias veces, pasar toda una vida sirviendo. Pero, en la ciudad, de campesinas pasaban a sirvientas. Ella no quería atarse, ni alquilar una parte de su cuerpo, ni servir por obligación y sin embargo, un hombre había robado su vientre, un hombre la había atado y obligado. El precio por liberarse de esa carga tendría que pagarlo durante toda su vida. Ser mujer le había provocado un agudo dolor que todavía treinta años después persistía en el centro de su vientre. Desde ese momento, una brecha se abrió entre ella y su cuerpo. Desde ese momento, un lazo sutil la encadenaba a la naturaleza; cuando sus manos tocaban la tierra húmeda, cuando en sus brazos sentía el cansancio de una jornada de trabajo, Diana olvidaba lo que se producía en su cuerpo. Sabía que su anfitriona le reprochaba haber traído al mundo un bastardo. A pesar de las golpizas de su madre, jamás pronunció el nombre del padre. A pesar de las lágrimas de su madre suplicándole en su lecho de muerte que no desamparara a su nieto, jamás aceptó que tenía un hijo. Había decidido ofrendar su vida a la tierra, sus horas de ocio transformarlas en frutos. Mirarse en el espejo de las montañas, en los ojos de los bueyes.

Los vecinos comenzaban a preguntarse quién era esa persona parada en el andén; abrían los ventanales y la miraban con desconfianza. Pero ella no podía moverse, sabía que tenía que tocar, pero su cuerpo simplemente no respondía. Toda su mente estaba concentrada en esa mancha rosa que se reflejaba en la puerta. Una mancha que no podría contar que después del dolor, de la humillación, del abandono, ella había decidido seguir viviendo. Había decidido darle una segunda oportunidad al campo, encontrar nuevas maneras de cultivar sin envenenar los ríos, sin dejar un trazo mortal en el aire. Durante todo su embarazo, su madre la encerraba en las noches en una pieza húmeda con un fusil a la vista. Pero ella había decidido vivir sin su cuerpo de mujer; vivir protegida bajo los platanales, en medio de los cañaverales y los cafetales. Por eso invirtió su juventud, su herencia y sus fuerzas por hacer de todas esas hectáreas de cultivo un lugar donde la naturaleza pudiera desplegarse en armonía. Y había renunciado a ser madre del ser que crecía dentro de ella y que le provocaba náuseas. El niño nunca pasaría más de una semana junto a ella. Quizá por eso, no quería entrar en la casona.

De una manera que no podía explicar, compartir el mismo espacio con su anfitriona desataba en ella un sentimiento de culpabilidad. Y sin embargo, dos veces al año, elegía los mejores frutos de la cosecha, molía el café, preparaba el cacao, vestía su traje rosa y bajaba de la montaña para acudir a su llamado. Siempre la misma escena: ella toca a la puerta, un niño abre, ella pregunta por la doña de la casa, el niño sale corriendo gritando que alguien busca a la abuela. Segundos después se oyen pasos y ve aparecer al final del zaguán la figura de una mujer pequeña, esa matriarca a la vez triste y jovial, que se acerca con una sonrisa nostálgica. En un abrazo, sus olores se confunden: sal y cebolla, canela y lavanda. Sus vidas se confunden en un instante; por unos segundos son sólo dos mujeres que se reencuentran. Uno de los tantos hijos de la anfitriona llega para ayudar a entrar los sacos, no se atreve a mirarla a los ojos. Luego, sentadas en el salón principal, vienen las preguntas sobre el itinerario, vienen el café en taza de porcelana, los bizcochos y las galletas. Ella, que está acostumbrada a la arcilla, a la meztiza,[2] se obliga a no rechazar esas atenciones. Sólo puede aguantar una hora el espectáculo: muchos niños corriendo entre las plantas, mujeres que cantan una canción de moda en la cocina, voces de hombres que discuten en el patio. El espectáculo de una familia tradicional. Momentos después se acercan dos seres diminutos que la besan y la llaman abuela. Esa palabra le causa náuseas y los dos niños lo intuyen. Poco a poco, sin hacer ruido desaparecen de la escena. Las lágrimas hacen su aparición silenciosa en el rostro de la anfitriona. Diana no puede comprender el dolor de una madre que recuerda el entierro de una de sus hijas. La hija que se tropezó con un hijo sin madre, con su hijo violento que creció de una casa a otra, sin hogar. Guarda silencio y bebe de un sorbo el resto del café. Después viene la despedida y ella atraviesa el zaguán prometiendose no volver jamás, mientras su voz promete no olvidar el camino de vuelta. Corre en busca de un taxi, corre para escapar, para refugiarse en la naturaleza. Siempre la misma escena: ella huyendo mientras en la mirada de su anfitriona una mancha rosa se aleja. Vuelve a la finca y sola con las manos removiendo la tierra, llora por la única mujer que amó a su hijo y que ahora está muerta; remueve esa tierra que será fértil por generaciones y donde no quedará rastro de esas manos que convulsan al ritmo de una culpa sin nombre. Siempre la misma escena. La reconforta saber que puede volver a la tierra, confiarse a ella, olvidarse en ella. Alza el brazo, sus dedos tocan la madera del portón. Después de todo, será sólo una hora.

Texto inédito.


  1. En la región de Santander, « un tinto » es un café exprés.
  2. Pan integral artesanal.

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