Ahomakye (fragmento)

Mireia Rubio Molin

La noche lo sorprendió ofuscado por la rabia y la angustia. No entendía por qué Ahomakye se había ido así, ni qué demonios hacía él persiguiendo un hilo fantástico que lo alejaba de la seguridad del castillo, del puerto protegido y de su cometido en el puesto de destino asignado. Con su llegada, Ahomakye lo había revolucionado todo, alterando la tiranía de las horas, doblegando la rigidez del deber, haciéndole olvidar los motivos que lo mantenían encerrado entre muros y fantasmas. ¿Quién era en realidad? ¿A dónde quería llevarlo? ¿Cuál era su plan? ¿Por qué no decirle, sin más, que deseaba irse, o pedirle que se fuese con ella, en lugar de aquel juego…?

Era un hombre acostumbrado a dormir a la intemperie, pero aquella noche cuando se tumbó agotado sobre un lecho de arbustos improvisado, echó de menos profundamente el colchón de su cama y aún con mayor ferocidad, el calor del cuerpo pequeño de la mujer que encendía sus pensamientos.

Había prendido una pequeña fogata, por nostalgia, no por frío, y se dedicó a observarla acordándose de las veces que su madre le explicaba cómo sobrevivió a una infancia miserable, no mucho mejor que la de los esclavos de la lejana época de las colonias. Junto a  otros niños, pasaba horas en los vertederos de su ciudad natal, expuesta a la quema de la goma y el plástico de las viejas computadoras que llegaban a su país, consideradas donaciones del imperio de las multinacionales. Toneladas de material tecnológico obsoleto, calificado de mercancía reutilizable, que se apilaba en un cementerio de chatarra europea, del tamaño de once campos de fútbol.

Aquellas quemas al aire libre liberaban polvo y humos contaminantes, sobre todo vapores de PVC, plomo y mercurio. Gases tóxicos que su madre inhalaba, restando días de salud, mientras caminaba descalza por encima de restos de computadoras que sus pequeñas manos desarmaban para extraer cobre, plata y otros metales preciosos. Por no mencionar el agua y los alimentos que se contaminaban por la concentración de plomo en la tierra.

A Kwabena le entró sed. (…) Echó mano al bidón y bebió un trago largo. Sabía que no tenía motivos para preocuparse de Ahomakye, pero no podía dejar de preguntarse qué estaría haciendo en ese preciso instante, si también ella se tomaría una tregua para descansar, cobijada en su poncho deshilachado, pensando en sus orígenes y en su familia.

Nunca llegó a descifrar de donde procedía, pero las historias que él le contaba siempre despertaban su interés, como si todo aquello fuera nuevo para ella. Se moría por saber a qué o quién estaría vinculada su nostalgia, porque estaba convencido de que Ahomakye también tenía recuerdos, aunque no los compartiera con él. ¡Bien tenía que tener una madre, por lo menos!, o alguien que la hubiese criado. Esas personas que dejan huella.

Le dio la espalda al fuego, estiró un brazo y logró alcanzar el hilo que se sostenía a media altura, temblando ligeramente, frontera de la zona meridional que él ocupaba en la tierra, respecto al norte de un universo agujereado de infinidad de temblores centelleantes, algunos descaradamente refulgentes, como la mirada de Ahomakye. Acarició el hilo suavemente con la punta de los dedos atraído por aquella vibración cósmica. A pesar de aferrarse durante años a su sentido analítico y operativo, a los hechos probados y a los testimonios fehacientes, por muy raro que resultara confiar en la solidez de una emoción, tenía la certeza de que Ahomakye podía sentir, desde donde estuviera, el pulso de su sangre en el roce amoroso del hilo que mecía su sueño.

Al amanecer, con la llamada de la primera luz que gritaba su nombre, se colgó el bidón y el fardo de latas a la espalda y reanudó el rastreo. El hilo era un collar de cuentas de gotas de rocío, que empezaron a desaparecer a medida que los primeros destellos de sol acariciaban las copas de los árboles y los pájaros llenaban de sonidos la selva tropical en la que se internaba.

Tiempo atrás aquella reserva forestal fue un parque nacional que atraía turistas a su país. El silbido de las aves, los aullidos de los monos, el zumbido de los insectos… Todos los sonidos caían como una fina lluvia sobre su cuerpo, igual de húmedo que el musgo y los helechos que crecían a ras de suelo, en el nivel más bajo de la escala de aquella frondosa y exuberante vegetación que ascendía hacia el cielo.

Costaba distinguir el hilo entre las hojas anchas de las plantas y Kwabena tuvo que asirse a él, para tantear el terreno por el que trazaba su camino entre aquella maravillosa riqueza de especies. Imaginó a su tatarabuela transmitiendo a su abuelo el valor de los bosques sagrados, reforzando en él las creencias tradicionales de su pueblo, para convertirse en un guardabosques conocedor de las propiedades medicinales de muchas de aquellas plantas. Así lo aprendería también su padre, antes de convertirse en médico.

Un sonido distinto sorprendió el oído de Kwabena. Era el barrito inconfundible de un elefante. Se detuvo a escuchar aquel inesperado regalo de la naturaleza. ¿Era posible que todavía quedaran elefantes en libertad…? ¡Aquello era motivo de celebración! Los únicos que él había llegado a ver en el pasado, sobrevivían en cautividad en reducidos parques de animales en peligro de extinción.

Una mariposa azul se posó en su mano inmóvil. Sintió el ligero cosquilleo cuando sorbió su sudor y luego alzó el vuelo siguiendo el hilo, como si supiera exactamente la dirección correcta. Fuera o no una casualidad, Kwabena estaba demasiado emocionado para no interpretarlo como otro guiño. Su madre siempre había adorado las mariposas y soñaba de niña con viajar sobre un magnífico elefante que la alejara de los basureros.

Se le nubló la vista. Un peso en la boca del estómago, distinto al que conociera antes de la llegada de Ahomakye, arremetió contra su abdomen. Hacía tanto tiempo que no se daba permiso para llorar, que le sorprendió la facilidad con la que dejó fluir aquellas lágrimas liberadoras que herían y sanaban a la vez. La mariposa rozó ligeramente el hilo unos metros más adelante y aleteando como un equilibrista sobre el alambre, se detuvo pacientemente hasta que Kwabena se serenó y se puso de nuevo en movimiento.

Las mariposas se multiplicaron mientras se adentraba en aquel tramo de selva. Su abuelo contaba que eran abundantes en la reserva de Kakum, pero Kwabena nunca había tenido la posibilidad de disfrutar de aquella fascinante explosión de colores revoloteando a su alrededor. De pequeño el trabajo de su padre en el hospital, sumado a la delicada salud de su madre, los obligaba a no alejarse demasiado de la capital. Las aventuras estaban limitadas al recorrido con su bicicleta y a las historias que su abuelo paterno -el único al que había conocido- le contaba. Vivía con ellos desde que él tenía memoria y a pesar de su edad, poseía el vigor de un búfalo de bosque, un animal por desgracia extinguido.

La selva solo entró en los planes de Kwabena después de alistarse, pero nunca de aquella manera tan maravillosa. En principio iba a seguir los pasos de su padre. Incluso tuvo el privilegio de estudiar en Europa. Hasta que llegó la gran crisis al continente y los países de la Unión empezaron a dar más facilidades para hacer carrera militar que carrera médica, especialmente a los extranjeros residentes, como él.

La guerra energética preocupaba casi tanto como el terrorismo. Sin embargo nadie reparaba en las advertencias de lo verdaderamente terrorífico: el severo cambio climático que el mundo «desarrollado» había provocado. Y no solo eso: la reducción de agua potable, la contaminación del aire, el aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, la presencia mortífera de plásticos en océanos y en mares, los cambios de ecosistemas, el alarmante derretimiento de los polos, la deforestación, la sobrepesca… ¡Si todo aparecía en los informes de la ONU de principios de siglo…! ¿Por qué no habían actuado antes?

La memoria de 2019 alertó de una catástrofe medioambiental en 2050 y no se equivocó en el pronóstico. El paulatino deterioro del planeta provocó el aumento de las sequías y la inundaciones, la hambruna, las emergencias sanitarias, la muerte de millones de personas… Entonces estalló la gran guerra, «al servicio de la restitución del orden ecológico», dijeron, para acabar con el terrorismo medioambiental global. El problema es que el enemigo estaba en todas partes y los mismos que gobernaban los ejércitos, tenían en sus manos la responsabilidad del nuevo sistema.

Lana de mamut. Autografía, 2019. Reproducido con permiso de la autora.

License

Ahomakye (fragmento) Copyright © 2022 by Mireia Rubio Molin. All Rights Reserved.

Share This Book