Hija de las nubes

Farah Dih

Se llaman hijos de las nubes, porque desde siempre persiguen la lluvia.
También persiguen la justicia, más esquiva que el agua en el desierto.
Eduardo Galeano

Hacía tiempo que la bandera española ondeaba sobre las cálidas tierras del Sáhara Occidental. Los resquicios de libertad y legalidad sobre los que otrora se asentaron las bases de la Segunda República quedaron pronto sepultados bajo el yugo del Águila de San Juan. Con su melhfa abultada y sus senos doloridos, Leila se vio con una nueva hija en camino y nueve meses de ardua incubación. Aquella vez, sin embargo, iba a ser diferente. Aquella vez iba a tener una hija ilegítima, fruto de la infidelidad y de la necesidad de escapar de aquella prisión que la mantenía atada de pies a cabeza por su condición de mujer.

Pedro Morales, un soldado español de pocas palabras y mirada perturbadora, era la causa y el embajador a pulso de sus males. Con frecuencia la miraba con detenimiento, pensativo, como si la viera por primera vez. Como si tratara de descifrar un enigma. El color dorado que bordeaba sus pupilas ardía con la intensidad del fuego en una noche sin luna. Su una vez larga cabellera se había convertido en finos hilos de pelo inconsistente que surgían como alfileres de su despoblada cabeza. A pesar de su alopecia, Pedro era joven y su sonrisa —de labios desgastados y dientes amarillentos— hacía excesiva aparición por la comisura de sus labios.

Pedro se alojaba en el cuartel de La Legión de El Aaiún, en un minúsculo barracón en el que los soldados se aglomeraban como peones aniquilados en una partida de ajedrez. La mayoría de ellos no quería estar ahí. La mayoría habría preferido quedarse en su pueblo de Albacete, León o vaya usted a saber dónde, fumando ducados y buscando la forma de sobrevivir a la precariedad instaurada tras el golpe de Estado del 36. Pero eludir la mili no era una opción. Se vieron obligados a cumplir sentencias de muerte temporales en las que su pobreza en España resultaba un lujo pasado al cual se morían por regresar. Una minoría, sin embargo, un grupo de patriotas exaltados de los de alzar el brazo en dirección al sol, sentía la necesidad de hacer alarde de ortodoxia patriótica y motivar a sus camaradas con aquella retórica paternalista e interesada, tan propia de los discursos del Generalísimo: «España es el único pueblo sobre la tierra capaz, como el Caballero de la Triste Figura, de estas grandes empresas de redimir a un pueblo y ayudarle sin pedirle más que una sonrisa», diría el admirado Franco en un discurso con motivo de su visita a El Aaiún en 1950. Con «redimir», venía a decir dominar, y con «ayudar», explotar y exprimir. No en vano justificaba en clave civilizadora la colonización de aquellos «bárbaros nómadas»: «Vuestros hermanos de España vienen a ayudaros, a traeros el progreso de la civilización», declararía más tarde en aquel mismo discurso.

Entre aquel grupo de patriotas exaltados figuraba Francisco Matamoros, un militar de alto rango por el que Leila sentía una profunda aversión. Su jornada laboral en el desierto consistía en amargarles la existencia a sus subordinados y tratar de envenenar sus almas con discursos en contra de los que con desprecio denominaba «los moros». Su irreductible sentimiento de superioridad hacia los saharauis y su ímpetu por salvaguardar el honor y las posesiones de su amado general le granjeó una mala reputación en El Aaiún. Leila sabía con sobrada certeza que el cuidado y la diligencia que Matamoros ponía en los asuntos relacionados con la pesca y las excavaciones en las minas de fosfato de Bucraa, se debían a su interés por que los ingresos generados con la explotación de estos recursos naturales fueran a parar a las arcas del Estado en Madrid; eso sí, pasando primero por su bolsillo.

Leila era consciente de las injusticias que el Estado español cometía contra su pueblo, pero también sabía que los españoles de a pie nada tenían que ver con aquello. Mucho menos Pedro, un señorito andaluz que lo último que habría elegido en su vida habría sido dedicarse al arte de la guerra. Nunca se habría imaginado quedarse embarazada de aquel soldado, pero cuando recibió la noticia, el temor y la dicha pujaron por apoderarse de ella a partes iguales. La presión social de no pocos familiares y amigos la había forzado a contraer matrimonio con Omar, un muchacho bondadoso y enamorado hasta la médula de ella, pero al que ella nunca había querido. Detestaba el funcionamiento de su sociedad en muchos aspectos, pero aborrecía en especial aquella ley consuetudinaria por la que tradicionalmente se decidía el casamiento de las mujeres como si de una subasta de camellos se tratara. Para evitar manchar la imagen familiar y no ser objeto de las habladurías de la gente, Leila prefirió serle infiel a su esposo a divorciarse de él; acto que, en sí mismo, habría supuesto una nueva odisea en aquel mar de barcos a la deriva.

Su hija con Pedro nació en octubre de 1975, apenas unas semanas antes de la nueva tragedia de los saharauis. Leila no dudó en llamarla Salma, en honor a su madre, quien había desaparecido de la faz de la tierra unos meses antes tras una visita esporádica al cuartel de la Legión para exigir más derechos para los saharauis. Algunos aseguraban haberla visto por última vez acompañada por el comandante Matamoros. Decían las malas lenguas que había sufrido el mismo destino que Basiri, un líder revolucionario saharaui a quien la Legión Española había capturado, torturado y asesinado por su activa participación en el movimiento de liberación saharaui. Pero Leila quería creer que su madre seguía viva. Que tarde o temprano encontraría la manera de volver con ellos. Salma había sido una de las primeras personas en predecir, tiempo antes de la llegada efectiva de los españoles, que nada bueno iba a traer el acuerdo que habían pactado los líderes saharauis con España allá por los años treinta. Se suponía que formaban parte de España, que vivían en «la provincia número 53», pero el desarrollo de las infraestructuras, el fomento de la agricultura, la inversión en educación y todo lo demás ocurría en la Península y sus islas. Poco o nada se invertía en el Sáhara. Un Sáhara estancado en el tiempo, en el que las gentes andaban mendigando las sobras de los soldados españoles en los vertederos de basura.

Leila a menudo recordaba el odio que les había profesado de pequeña a aquellos militares; sobre todo por aquel atropello al que les sometieron a su madre, a su padre y a ella cuando volvían de visitar a unos familiares instalados en Fderik, al noroeste de Mauritania. Tres soldados españoles les interceptaron en la frontera para pedirles la documentación. Ni ella ni ningún saharaui había necesitado nunca documentación alguna para moverse por aquellas tierras. Leila no sabía muy bien cómo habría sido la reacción de otros compatriotas ante aquella violación de su libre circulación, pero jamás olvidaría la de su madre: «¿Documentación me piden? ¡Qué barbaridad! ¿No creen que debería ser yo quien les pida a ustedes su documentación? ¿O es que me quieren hacer extranjera en mi propia tierra?». Se la llevaron en aquel mismo instante. No hubo explicación, ni palabra de aliento alguna. Su madre apareció días después con un ojo morado, las costillas rotas y el honor mancillado. No lloró, no maldijo, no gritó. Se limitó a abrazar a Leila y a tumbarse boca arriba en la arena, mirando las nubes pasar. Luego dijo: «Los saharauis solo les rendimos cuentas a las nubes. A ellas, que se han preocupado por guiarnos hacia lugares donde no existen fronteras, injusticias, ni dictadores consagrados».

Durante las primeras semanas de noviembre de 1975, cientos de miles de marroquíes, incitados por las sinuosas promesas de prosperidad y riqueza de su rey, fueron a apoderarse de las tierras que con tanta torpeza había administrado España. La muchedumbre, cegada por el hambre y la avaricia, cansada del mucho rezar y del poco recibir, decidió que la Marcha —que algunos llaman «verde», pero que más le valdría el calificativo de «roja», por la mucha sangre que se vertió— era mejor opción que alterar el statu quo de una monarquía anclada desde tiempos inmemoriales a un trono de barro. En vano marcharon aquellas pobres almas a hacerse con las riquezas del Sáhara Occidental. No sabían que, a pesar de las promesas, las ganancias obtenidas de la explotación de los recursos naturales de esta región estaban reservadas para el Intocable y su descendencia. No se dieron cuenta aquellas gentes —ni entonces ni nunca— de que habían sido manipuladas, de que la miseria les perseguiría el resto de sus vidas.

El gobierno franquista, por su parte, no movió ni un dedo para detener lo que con facilidad podía haber evitado. No solo tenía los medios para parar aquella masacre, sino también la fuerza y el apoyo de no pocos españoles y saharauis. Mucho peor fue la solución que ofreció el gobierno de la Transición, que no dudó en dar la espalda a los que tantas veces había prometido defender. Leila sabía que aquello nunca habría ocurrido si la provincia en cuestión hubiese sido Alicante o Cádiz. Pero aceptó aquella trágica realidad. A diferencia de la ficción, en la que los conceptos de bondad y maldad se pueden trazar con perfecta nitidez, la realidad está llena de puntos ciegos, de bondades perversas y maldades benevolentes.

Los españoles se marcharon. Se marcharon todos, sin excepción. Se marcharon con sus promesas rotas, sus sacos llenos y el culo al aire; como tantas otras veces en América, Filipinas y el resto de África. Se marcharon dejando a sus «hermanos saharauis» desamparados, y sin más aviso que el rugir de los tanques marroquíes retumbando en sus corazones. El soldado predilecto de Leila también se fue, pero en su huida no olvidó llevarse un recuerdo de su aventura en aquel desierto exótico. Se llevó a su hija, la pequeña Salma, y no dejó más que una mísera nota «que más le habría valido tragarse junto con su dignidad», pensaría más tarde Leila:

 

Habibti:

Se me parte el corazón. Se me parte por todo lo que está ocurriendo, pero sobre todo por lo que voy a hacer. No puedo dejar que nuestra hija viva en estas condiciones. No puedo dejarla aquí y ahora menos que nunca. Me la tengo que llevar. Sé que, aunque te lo pidiera miles de veces, nunca abandonarías a tu gente. Lo entiendo y lo respeto. Y es por eso que me marcho sin ti. Solo espero que algún día me perdones y te reúnas con nosotros en Sevilla o en Madrid.

Siempre tuyo,
Pedro

 

Leila no tuvo tiempo de procesar su dolor. Los civiles marroquíes habían invadido hasta el último rincón de El Aaiún. Entre ellos había también un amplio grupo de soldados camuflados que no dudaron en usar la violencia para visibilizar su fuerza. A estos muy pronto les siguieron otros refuerzos militares que pusieron en jaque la vida de toda la población saharaui. El gobierno español los había servido en bandeja de plata a un lobo hambriento y maltratado, sediento de poder. La mayoría de los saharauis, sin embargo, se negaron a convertirse en ovejas mansas esperando a ser devoradas por aquel depredador. Muchos se unieron al Frente Polisario y se marcharon de las ciudades para poder organizarse y ofrecer resistencia a la invasión. Aquellos que no pudieron —o no quisieron— irse de las zonas ocupadas, también se organizaron y trataron de poner a salvo sus vidas y las de las personas a su cargo. Otros, sin embargo, no vieron otra opción que la del exilio a Argelia.

La guerra había empezado.

Leila y todos a su alrededor habían quedado rotos y divididos. Tenían a la mitad de sus familiares y amigos en campamentos improvisados en medio del desierto, y a la otra mitad encarcelada, desaparecida o, en el mejor de los casos, confinada en las zonas ocupadas. Cada día que pasaba, cada hora, cada minuto, era un momento más de tortura y desasosiego. A diario se enteraban del secuestro, asesinato o desaparición de un nuevo familiar, amigo o vecino. Algunas mujeres del barrio habían sido violadas, y muchas buscaban desesperadas protección en casas custodiadas por parientes o conocidos armados. Y, sin darse cuenta, Leila se vio a sí misma con la única hija que le quedaba cosida a un costado, un fusil viejo y oxidado en el otro y el corazón a punto de atravesarle el pecho.

No tardó mucho en darse cuenta de que aquella situación era insostenible, de que el exilio era la única salida viable para ella y su hija. Se unió a un grupo de mujeres con destino a Tinduf, sin llevar consigo más posesiones que un pequeños zurrón de tela donde había metido a presión algunas provisiones básicas para el camino. Una mujer entrada en años, pero de una agilidad física y mental sorprendentes, llevaba la voz cantante del grupo. La señora, a la que todos conocían como Am Elba («La Obstinada»), dividió al personal en cuatro grupillos, y puso al mando de cada uno de ellos a la que consideró más capacitada. Había estado meses trazando un plan de huida detallado que iba desde dónde y cuándo debían esconderse para no ser vistas por las tropas áreas marroquíes, hasta en qué momento del día debían hacer sus necesidades.

En lo teórico todo estaba claro: cada grupo debía tomar un camino distinto para que fuera más fácil que alguno de ellos lograra llevar a cabo con éxito la misión; debían marchar únicamente de noche, a paso ligero; comer y beber lo justo; y de día, esconderse y descansar. La teoría estaba clara. La práctica, sin embargo, fue otra muy distinta. A la nula capacidad organizativa de la líder que le tocó al grupo de Leila, amén de la poca predisposición que algunas compañeras tenían para acatar órdenes, se añadieron los infortunios del propio trayecto. Las bombas caían por doquier y las tropas marroquíes peinaban el desierto a la caza de exiliados.

Por el camino se les fueron uniendo saharauis de otras ciudades y regiones. Uno de ellos, un militar que había sido aprisionado por los marroquíes y había logrado escapar, conocía a Omar. Leila llevaba tiempo sin saber nada de su marido, quien se había alistado en el Frente Polisario apenas unas semanas antes de la guerra. El señor se sorprendió cuando Leila le preguntó por él. Luego agachó la cabeza, se echó la mano a la nuca y, sin atreverse a mirarla a los ojos, le comunicó que Omar había fallecido.

—Yo estaba con él cuando pasó —señaló todavía cabizbajo—. Un crío… Un crío de los nuestros fue quién lo hirió de gravedad. Estaba aprendiendo a disparar y…  bueno… Omar aguantó unos días, pero la bala había tocado uno de sus órganos vitales. No pudimos hacer nada. Lo siento mucho… Yarihmu u iwasi3lih. «Que en paz descanse».

Leila calculó que habría pasado algo más de un mes cuando por fin llegaron a la frontera con Argelia. No pudo contener la dicha al descubrir que apenas les separaban unos kilómetros de Tinduf. Estaba amaneciendo cuando llegó el esperado momento. Normalmente, a esa hora se recogían y se escondían donde podían, pero aquel día era diferente. No podían arriesgarse a que los encontraran en aquella zona por quedarse más tiempo del debido. Tenían que atravesar aquella línea imaginaria cuanto antes. Decididas a pasar lo más rápido posible, marcharon más silenciosas y sigilosas que nunca. Leila entregó a su hija a una de las compañeras para que cruzaran primero, y volvió al final del grupo para echar una mano al resto.

Cuando quiso ayudar a la última rezagada, un ruido estrepitoso y ensordecedor turbó por completo cualquier percepción del tiempo y el espacio. Leila salió volando por los aires con la violencia de un huracán y volvió a caer al suelo. Se le nublaron los sentidos y notó cómo la sangre emanaba a borbotones de sus más profundas entrañas. Cuando por fin logró enfocar la vista, descubrió junto a ella el cuerpo inerte de una mujer con el rostro ensangrentado y la mirada vacía. Era Mariam, una compañera del grupo. Trató de extender la mano, de gritar su nombre, pero fue incapaz de moverse. Ella misma se encontraba tendida en el suelo, con los tímpanos rotos y el hígado reventado. «¡Malditas minas!», pensó mientras se quedaba sin aire. Había oído de la presencia de aquellos artefactos explosivos cercanos a la frontera con Argelia, pero aquel detalle se le había pasado completamente por alto. Movió con dificultad los ojos. Las demás estaban a unos pasos de allí; sanas, pero lejos de estar a salvo. Se encontraban arrodilladas, con armas apuntándolas a la sien y rezando a Dios. Leila trató de incorporarse, de ir a socorrer a su hija y al resto de sus compañeras, pero no alcanzó a mover ni un músculo.

Sintió cómo las lágrimas se deslizaban por el lateral de su rostro como un manantial de agua hirviendo. Incapaz de soportar aquella agonía, dirigió la mirada hacia el cielo en un intento de hacer desaparecer la impotencia y el dolor. Los rayos del sol cubrían el horizonte. Un grupo de nubes comenzó a formarse con timidez, haciéndose y deshaciéndose mientras eran arrastradas por el viento inclemente que caracterizaba aquellas tierras olvidadas. De repente, el tiempo se congeló y las últimas palabras de su madre sonaron como un eco en la distancia: «Los saharauis solo les rendimos cuentas a las nubes. A ellas, que se han preocupado por guiarnos hacia lugares donde no existen fronteras, injusticias ni dictadores consagrados».

Texto inédito.

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