La oca poco agraciada

Isabel Franc

La oca poco agraciada (Reversión de…¡A ver quién lo adivina!)

En el corral de las ocas beligerantes, había una, marginada por todas las demás. La razón no estaba clara. Parece que se negaba a participar en las contiendas y abordajes a los que, de común, las otras ocas se lanzaban y que su aspecto físico no estaba en consonancia con los cánones de belleza estándar; tenía una pluma muy escandalosa, las patas arqueadas, el pico aguileño… En fin, que, por el motivo que fuera, siempre andaba sola. Y, puesto que su autoestima había bajado mucho debido al rechazo social, su apariencia era de dejadez y su productividad inferior a sus posibilidades. Para acabar de rematarlo, la ansiedad le provocaba una plumopecia bastante molesta y desagradable.

Muy preocupada, la granjera convocó a las ocas para aclarar esta cuestión e intentar resolver el conflicto mediante el diálogo.

—¿Por qué la rechazáis? —les preguntó.

La portavoz del grupo respondió:

—No es como nosotras.

—Bueno —concilió la granjera—, no está de tan buen ver ni contonea el trasero con tanta gracia como vosotras, pero eso no es motivo para relegarla a un rincón del corral.

—No, no es por eso —afirmaron las ocas.

—De acuerdo —prosiguió la granjera tras buscar en su cabeza otras posibles raciones—, no ataca a las visitas ni defiende el corral, pero hay que entender que es pacifista y respetar su elección.

—No, no, tampoco es por eso.

La granjera hizo un nuevo repaso mental.

—Bien, es cierto que últimamente suelta mucha pluma, pero eso hasta es bueno para mí, que puedo rellenar los edredones.

—No, no —insistieron las ocas—, eso tampoco es.

—¿Entonces? —inquirió la granjera algo enojada—. ¿Qué mollejas es?

Ninguna se atrevía a decirlo y se iban dando codazos con el ala las unas a las otras pasándose la respuesta caliente hasta que, por fin, la más chula habló:

—Es que es lesbiana.

Se hizo un silencio largo y tenso que rompió el grito enfurecido de la granjera:

—¿¡Y…!?

—Pues que…, pues que…

De nuevo hubo codazos y miradas de disimulo entre las ocas hasta que una se atrevió a manifestar:

—¿Y si nos contagia? Ya viste lo que pasó en el corral de gallinas de tu vecina. Ahora la vemos volver del supermercado cargada de huevos.

La granjera meneó la cabeza en un mohín de desesperación.

—¿Qué os va a contagiar? ¿Qué os va a contagiar…? —exclamó burlona—. No tendré yo esa suerte. Me haría rica rellenando edredones.

Y se retiró compungida pues era la primera vez que en su granja se discriminaba a alguien por su opción sexual.

Moraleja: si quieres montar una fábrica de edredones, pon un corral de ocas lesbianas.

El desenlace justo y merecido para la oca poco agraciada (Continuación de la lesbofábula anterior)

Como el conflicto entre las ocas no se solucionaba mediante el diálogo y la granjera no quería imponer por la fuerza a la oca lesbiana, pensó que lo mejor era buscarle un destino digno donde poder ejercer sus capacidades sin la presión de la marginación. Tras mucho pensar y sopesar diferentes alternativas, resolvió darla en adopción a su vecina.

—Allí estarás mejor que aquí —le dijo—. Serás valorada por tus méritos personales y no por tu aspecto físico ni, mucho menos, por tu orientación sexual. La vecina te cuidará bien, está acostumbrada al pendoneo de sus gallinas; y ellas te aceptarán, ya lo verás; todas entienden.

Hizo un hatillo con sus enseres, tomó con la mano el extremo de su alita y se fueron al corral vecino.

—Vendré a verte todos los fines de semana —le aseguró la granjera al despedirse— y nos comunicamos por mail siempre que quieras.

Al quedarse sola, con su hatillo como único elemento de unión con el pasado, la oca tuvo una extraña sensación de exilio y temió que su plumopecia se agravara. Pero, muy pronto experimentó la emoción de la acogida y la serenidad de la inclusión. Desde el primer momento, las gallinas la trataron de una manera especial, con una mezcla de interés, curiosidad, expectación… No como en el corral de las ocas, donde una sola mirada suya ponía en alerta a todas las demás y las hacía huir entre gestos de disimulo. No, con las gallinas se sentía más liberada, más…, cómo decir… desinhibida, relajada; como más en su corral.

Ellas, por su parte, celebraron con enorme entusiasmo la llegada de la oca. Con tanta endogamia, estaban hartas de verse las unas a las otras. Su entramado de relaciones formaba una red en la que todas estaban emparentadas con todas por algún lazo amatorio. Cada gallina era ex de, al menos, tres y, como el gallinero era tan pequeño, resultaba que algunas incluso habían repetido. Por eso, al ver a la oca, se pusieron muy cluecas, sus ojos se desorbitaron y en sus pupilas se dibujó el icono de la pluma fresca. Y como sus preferencias no seguían precisamente los cánones de belleza estándar, la encontraban enormemente atractiva; tan exótica, con aquella pluma tan original… Las gallinas no pudieron contener sus instintos eróticos más profundos. Hubo que establecer turnos para seducirla y había que pedir tanda, porque la oca no daba al abasto. En poco tiempo, su autoestima subió de tal manera, que el plumaje se le encrespó hasta formar una masa similar al algodón dulce. Todas las gallinas coincidían:

—¡Esta oca cada día está más guapa!

Así fue como la oca poco agraciada encontró un lugar entre las suyas y pudo vivir en paz y armonía consigo misma y con el entorno.

Moraleja: a pluma fresca, gallinero revuelto.

 Cuentos y fábulas de Lola Van Guardia. Eagles, 2008. Reproducido con permiso.

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