La isla de las mujeres posidonia

Concha López Llamas

Andrea se dejó caer hacia atrás desde el borde de la pequeña embarcación. Matas aisladas de un verde intenso anunciaban, en el fondo arenoso, el dominio de las posidonias. El silencio habría sido absoluto de no ser por el sonido de su respiración, intenso por la excitación que le provocaba aquel entorno. Se acopló al flanco de un banco de salemas y sobrenadó una gran nacra hendida en la arena cual menhir. Escaseaban, como tantos otros seres de otras muchas especies de aquel ecosistema de pradera que, sin piedad, recibían la toxicidad de las aguas residuales y eran barridos por redes en la pesca de arrastre o arrancados por anclas de las embarcaciones de recreo. Mientras maldecía a los causantes de aquel desastre ecológico, contra los que luchaba a diario para reducirlo, la isleña se fue adentrando en el espacio que anhelaba.

—¡Mamá!, ¿me cuentas la historia de las mujeres posidonia?

La niña Andrea, desde la azotea de la casa, compartía mirada con su progenitora, como instantes antes había compartido los insultos de aquel hombre, que golpeaban como meteoritos sus cuerpos repletos de cráteres.

—Pues verás, mi niña, hace bastante tiempo llegó a esta casa, entonces la de mi abuela Daniela, un hombre que buscaba habitación para pasar una larga estancia en la isla. Se llamaba Martín y resultó ser un estudioso de la vida de los mares. Meses atrás un tornado se había llevado a su marido, dejándola tranquila y libre para disfrutar con lo que el científico le contaba, que parecía tener una fábrica de cuentos en la cabeza. Una noche el hombre regresó de la mar con manojos de cintas de posidonia envueltos en arena bajo el brazo. El oleaje los había depositado en la playa tras una fuerte tormenta. Mi abuela le preguntó “—¿Qué va a hacer con eso?, ¡buen hombre!”, “—Estudiar la vida que habita las praderas, señora Daniela” —contestó él—. Durante días la rebusca entre las hojas imbricadas que conformaban la cepa y la observación minuciosa de la superficie de las cintas estaban dando sus frutos. Tu bisabuela, entusiasmada con lo que veía sobre la mesa, se ofreció para colaborar de alguna manera.

—¿Y la dejó?

—La hizo su ayudante. Los animalillos muertos los metía en botecitos de cristal con formol para conservarlos y las conchas, o los que tenían caparazón, en cajas tabicadas, como en habitaciones con nombre propio. La mar había entrado en su casa. Hasta le parecía ver, en las paredes blancas, reflejos de agua marina cuando el sol las iluminaba.

—Sigue, mamá.

—En una ocasión, Martín le dijo “—Estas cintas verdes no son algas, como usted las llama, señora Daniela. Son plantas como las que tiene en sus macetas, con flores y frutos”. “¡Ahhh, no!” —aseveró ella—. “Me va a perdonar, pero se equivoca”. Y el zoólogo, que paciencia tenía como probaba su delicado trabajo, le explicó, con palabras sencillas, que aquellos seres que ahora vivían en el fondo de la mar, millones de años atrás lo habían hecho al aire libre en el territorio estresado por las mareas. Los frutos, como olivas verdes, los arrastraba el agua al retirarse y algunas de las semillas, que quedaban enterradas en el lecho marino, echaban raíces, hojas, flores y más frutos que lo fueron colonizando. Desde entonces mi abuela comenzó a idear su regreso a la mar, imitando su evolución. Cuando un insulto, humillación o agravio la horadase la piel, subiría a la azotea para perder la mirada en las extensas praderas, imaginarse parte de ellas, y danzar a su ritmo.

—¿Cómo sabía cuál era su ritmo, mamá?

Un día, Martín la invitó a ver el bosque submarino. Con medio cuerpo fuera de la barca, admiraba el movimiento ondulante de las melenas verdes en aquel espacio equilibrado que comenzó a experimentar dentro de ella. Tu bisabuela quiso compartir aquella felicidad con el resto de las vecinas afectadas del mismo mal. Le pidió a Martín una nueva travesía con ellas. Cada cual en su azotea o reunidas danzarían al ritmo de las posidonias. Escenificar la tragedia rebajaría su desdicha, a falta de apoyo legal contra la violencia machista que experimentaban.

Andrea había alcanzado el corazón de la pradera de posidonia. Columnas de diminutas y brillantes pompas enriquecían de oxígeno los fluidos que discurrían por el interior de tantos seres acuáticos a los que daba la vida. Hasta la atmósfera del planeta se enriquecía con su extraordinaria producción tan necesaria para todas las especies. El sonido de su respiración la atronaba. Destapó la caja estanca unida a su chaleco y sacó la urna. La abrazó y la abrió. Mientras aleteaba, las cenizas de su madre se dispersaban por el bosque esmeralda, su último deseo que Andrea estaba cumpliendo. Nutrir a quienes la habían alimentado desde niña y ser parte de ellas para crear pasto, cobijo y belleza. Danzar en el silencio que tanto había añorado cuando los insultos la golpeaban.

—Mamá, él se ha ido, —Andrea tiraba de su mano—. ¿Subimos a la azotea a danzar con las posidonias?

La pequeña aproximó sus pies y levantó los brazos. Su madre la imitó. Miraban a la mar y cimbreaban su cuerpo con el ritmo acoplado al de las diosas marinas.

Andrea se ondulaba entre las posidonias mientras las cenizas se intercalaban entre los granos de arena, las hojas mordidas, los caparazones guardianes, o se alojaban en los intersticios de las viejas cepas. Homenajeaba, así, el tránsito de su madre que le devolvería el ser, como una más de las mujeres de aquella isla que sonreían con sus ojos de clorofila desde el interior de las melenas acintadas. Ojos de mujeres posidonia, valerosas, en una mar digestora de maltratos.

Obra inédita

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La isla de las mujeres posidonia Copyright © 2022 by Concha López Llamas. All Rights Reserved.

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