La biblioteca de Noé (fragmento)

Marta Tafalla

Saskia me explicó quiénes eran: no tenían un nombre, ni había una lista de miembros, ni tenían sede ni estatutos ni dirigentes. No formaban ningún tipo de asociación, no estaban registrados en ningún lugar, no existía un solo documento que los identificara ni rastro legal de ninguna clase. Jamás se escribían actas de las reuniones, que nunca se celebraban dos veces seguidas en un mismo sitio. Nadie anotaba los datos de los demás en su agenda personal. Tan sólo eran una red de personas que compartían un objetivo común, en relación con redes similares en otros países.

—Y entonces, ¿cómo sabéis quiénes sois exactamente? ¿Cómo sabes si alguien forma parte?

—Nos reconocemos por el modo de actuar, ésa es nuestra consigna, nuestra única contraseña. Si alguien se comporta siguiendo unas reglas mínimas, entonces forma parte de la red. Todo aquel que no participa en maltratos de animales, que no consume carne ni usa productos de origen animal, y que trabaja para acabar con la explotación de los animales, o bien rescatándolos de situaciones injustas, o bien boicoteando económicamente a aquellos que los explotan, pero jamás causando daño a ningún animal ni a ninguna persona, es miembro de nuestra red. Aunque tenemos un sistema inmediato de reconocimiento —me guiñó un ojo—. Si quieres saber si alguien forma parte, sólo has de fijarte en su menú y mirarle los pies. Nos reconocemos mutuamente y no necesitamos preguntarnos nada más.

Al principio creí que esa estructura sumamente fluida y abierta se debía a la necesidad de protegerse, pero con el tiempo entendería que reflejaba una forma de pensar, que expresaba un firme rechazo tanto a dogmas y normas, como a la rigidez de las organizaciones, con su lastre de jerarquías y enfrentamientos por el poder.

—¿Cómo te metiste en esto? —le pregunté, y aquella pareció ser la pregunta acertada.

Allí sentadas, rodeadas de kilómetros de palabras en todas direcciones, envueltas por millones de historias ordenadas en los estantes, Saskia me llevó con ella, y como si entráramos en su biblioteca personal recorrimos las salas de su memoria, abriendo y ojeando sus propios libros. Sin mencionar nombres, ni fechas exactas, ni lugares, Saskia fue desgranando sus recuerdos y me ofreció su historia. Siendo todavía unos críos, ella y un par de amigos que seguían formando parte de la red, habían iniciado su propia campaña de pequeños actos contra las pieles. La Saskia de doce años entraba en la sección de peletería de grandes almacenes y se encerraba en los probadores para forrarlos con carteles y escribir frases de denuncia en los espejos. Ella y sus compañeros habían repartido folletos a cada paseante que llevase pieles sobre su cuerpo, y los habían seguido y perseguido con un discurso provocador; habían escrito cartas a los diarios, llamado a los programas de radio. Hasta que la red dio con ellos y les enseñaron cómo ser efectivos, cómo atacar las raíces del problema. Desde entonces participaban en todo tipo de actos contra los intereses del negocio de la piel. Habían llenado de chicle las cerraduras de las puertas de las tiendas y pintado con sprays de colores el cristal de los escaparates. Habían pinchando las ruedas de los camiones de transporte, mientras los conductores desayunaban de madrugada en un área de servicio de la autopista. Habían volcado contenedores de basuras en las puertas de las fábricas, enviado tantas postales de protesta que bloqueaban su servicio de correos, y protestado a cada diario y revista que acogía sus anuncios publicitarios. Todo cuanto la imaginación era capaz de idear y ellos capaces de llevar a la práctica.

—¿Y teníais éxito?

—Moderado. Generamos un poco de reflexión al respecto, no mucho más. Pero estamos acostumbrados a que éste es un trabajo lento, en el que hay que invertir muchísimas energías para mover la pieza más pequeña de la estructura.

—Sin embargo ahora actuáis a lo grande, destruís almacenes enteros.

—Lo único que deseamos es que nuestros actos sean efectivos, que contribuyan a poner fin a la industria peletera. Y durante un tiempo pensamos que destruir la producción de algunas empresas podía ser una vía. Pero no quiero que mi grupo tome el camino de la violencia; he de conseguir que nos sentemos a reflexionar y elaboremos una nueva estrategia para el futuro. Ahora que han detenido a nuestros compañeros y la maleta está oculta, no tendrán otro remedio que escucharme. Tengo algunas ideas, y estoy segura de que podemos hacer cosas realmente grandes si somos cautos —y se llevó el índice a los labios. Entendí que de sus planes no me explicaría nada.

—Y hacéis todo eso por los animales.

—¿Te sorprende?

—Un poco. En las ciudades casi no quedan animales y yo apenas he visto alguno. No tengo la menor idea de cómo viven, en realidad no sé cómo son.

—¿Que no hay animales en las ciudades? Piensa en lo que comes cada día, en lo que calzas, piensa en cómo se fabrican y se testan los medicamentos o los productos de belleza, en cómo se estudian las enfermedades, en la investigación militar. Millones de animales viven y mueren en las ciudades encerrados en fábricas y laboratorios, sometidos a los tratos más crueles. Las ciudades están llenas de animales, se levantan sobre ellos, los encuentras en todos los supermercados muertos y troceados, o torturados en centros de investigación.

—Ahora no sé qué responderte.

—Dime, Paula, ¿qué es un animal?

—Suspéndeme el test directamente, ¿qué es?

—Según nuestra sociedad, mera materia prima. Materia para consumir o fabricar todo tipo de objetos o con la que experimentar. A los animales se les puede torturar durante toda su vida y luego matarlos, la ley lo permite. No son nada. No valen nada. No se les reconoce ningún valor ni ningún derecho. Es paradójico, porque siglos atrás, cuando la humanidad estaba poco desarrollada tecnológicamente, los animales eran su fuerza de trabajo, la fuente de energía. Entonces también eran explotados, pero eso era evidente. Los animales que trabajaban en el campo eran visibles, e incluso se valoraba su fuerza. Pero ahora ya no es así. Ya no son fuerza, son mera materia. Y ya no son visibles. La mayoría de la gente no sabe cómo se ha criado la comida que come, no sabe cómo ha muerto, no tiene idea de cómo se ha testado su crema hidratante o cómo se prueban las armas que fabrican en su país.

No soy capaz de reproducir lo que Saskia me estuvo explicando para convencerme. Aunque pudiera repetir una tras otra sus palabras, me faltaría su fuerza, su convicción. Te clavaba aquella mirada inquisitiva en los ojos y no había manera de no sentirse afectada.

—Lo peor que alguien puede hacer, no es ser cruel con un igual. Es ser cruel con quien es más débil, con quien no puede defenderse, con quien depende de ti y necesita tu ayuda. La capacidad moral de un individuo se mide por su comportamiento con los que son tan impotentes que ni siquiera pueden protestar contra su crueldad: los niños pequeños, los enfermos, los ancianos, los animales.

Me quedé pensativa.

—Quieres decir que hemos encontrado los esclavos perfectos, los que no pueden rebelarse, defenderse, los que ni siquiera pueden protestar.

—Sería una buena manera de explicarlo.

—Y si existen tantas formas de explotación, tantas maneras de instrumentalizar, ¿por qué las habéis tomado precisamente con las peleterías?

—Todas esas formas de explotación son igualmente injustas, y en nuestra vida privada tratamos de resistirnos en la medida que podemos a participar en cualquiera de ellas, por eso no comemos carne ni pescado, no compramos cosméticos testados en animales, ni participamos en otras formas de maltrato. Pero si deseamos que la sociedad ponga fin a esas injusticias, entonces hemos de empezar por alguna parte. Todos los cambios necesitan un principio. Y si hemos comenzado por la peletería es por una razón muy simple. Porque la industria peletera tortura y mata animales por la razón más superficial de todas, por un motivo que no roza la menor necesidad humana. Porque es mero lujo lucir la piel de un animal muerto sobre la propia. Su crueldad es las más profunda porque el motivo es el más superficial.

—¿Quieres decir que hay razones menos superficiales para maltratar animales?

—Por supuesto. Todo maltrato de animales es igualmente injusto, pero los argumentos con que se lo pretende justificar pueden ser de muy distinto peso. El argumento más serio, el único que merece realmente ser considerado, es el de la experimentación con finalidades estrictamente médicas. Por supuesto que es injusto y cruel hacer enfermar de cáncer a un perro para ver si se halla el modo de curar a humanos, pero debemos admitir que la razón para ese maltrato no es banal. En cambio, en la mayoría de los casos, el motivo no es más que el placer: el placer de comer carne cuando es innecesaria, el placer de cazar, de pescar, de organizar peleas de perros, de divertirse matando animales en fiestas populares… ninguno de esos argumentos pesa lo suficiente como para justificar en lo más mínimo el dolor de las víctimas de esos maltratos. Pero como te decía, el argumento más superficial de todos, el matar animales tan sólo por razón de su superficie, para arrancarles su superficie, es el que defiende la industria peletera. Por eso ella es nuestro principio.

Para entonces ya había comprendido que Saskia sería capaz de convencer a quien fuese, que la serenidad y la claridad de su fuerza provenían de una convicción profunda y contagiosa.

La biblioteca de Noé. Herder Editorial, 2006. Reproducido con permiso de la autora.

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