El Sumak Kawsay en Ecuador y Bolivia. Vivir bien, identidad, alternativa

Tatiana Roa Avendaño

En diciembre de 2007, Bolivia acuerda una nueva constitución. Por primera vez la carta boliviana destaca y define en su base el carácter plurinacional de la nación y reconoce derechos a los pueblos originarios. En este país andino dos terceras partes de su población se reconocen como parte de una nación originaria, de una etnia, de un pueblo que habitaba estas tierras desde tiempos inmemoriales.

De esta manera, el Estado boliviano se asume como una sociedad plural promoviendo como principios ético-morales y valores «ama qhilla, ama llulla, ama suva (no seas flojo, no seas mentiroso, ni seas ladrón), suma qamaña (vivir bien), ñandereko (vida armoniosa), teko kavi (vida buena), ivi Maradi (tierra sin mal) y qhapaj ñan (camino o vida noble)».[1]

Siguiendo este camino, el 25 de julio del 2008 la Asamblea Nacional Constituyente del Ecuador, aprobó el proyecto de la nueva Constitución de Ecuador. En septiembre del mismo año, el pueblo ecuatoriano respalda este proyecto a través de un referendo; refundando a Ecuador como un Estado plurinacional y soberano; reconociendo así la herencia histórica de los pueblos andinos y asumiendo el concepto kichwa del vivir bien (sumak kawsay) como uno de sus ejes articuladores.

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Es importante hacer la distinción y evidenciar las diferencias que existen entre los conceptos occidentales de buena vida o bienestar y vivir bien, sumak kawsay o suma qamaña de los pueblos amerindios andinos.

«La tradición occidental de la Buena Vida bebe de dos fuentes: una, el mito bíblico del Jardín del Edén y, la otra, la visión aristotélica que liga la Buena Vida o la vida en la ciudad».[2] De esta manera, el concepto de buena vida en occidente establece unas diferencias sustanciales con el paradigma del vivir bien andino.

La primera y central de ellas es la separación que occidente establece respecto a la naturaleza. La buena vida de Aristóteles se concibe como desligada del mundo natural, es asumida como la vida en la ciudad, en las polis, por fuera de ella esta [sic] lo in-civilizado, la vida del campo, de la agricultura, la vida en la selva. Es esta concepción la que ha profundizado la crisis ambiental actual.

La naturaleza no sólo ha sido domesticada, sino transformada, manipulada, urbanizada, mercantilizada. Nada escapa de los circuitos del capital: el agua, las selvas, los alimentos, la vida, los genes, la atmósfera. Son tan agresivos los procesos de destrucción de las bases naturales que se está poniendo en riesgo la propia existencia de la humanidad.

Así mismo, en la concepción religiosa cristiana Dios separa la naturaleza de los seres humanos, éstos tendrán que dominar la Tierra y ponerla a su servicio (Medina, 2006: 105). En el mito bíblico, «la naturaleza sólo era pensable como un Hortus clausus, un huerto cerrado, cultivado, separado de la maleza silvestre, la  jungla, y donde los seres humanos vivían sin trabajar en ocio perpetuo. Justamente, el castigo bíblico por excelencia es el trabajo: comerás el pan con el sudor de tu frente» (Medina, 2006: 105).

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Por el contrario, el Suma Qamaña de los pueblos andinos de Bolivia o el Sumak Kawsay de los kichwas que habitan el Ecuador, implica una estrecha relación con la tierra, con las chacras donde florece la vida y el alimento, con el cuidado y al crianza de los animales, con la fiesta en el trabajo colectivo, en la minga. El sumak kawsay andino está asociado a la vida en comunidad; la vida dulce o vida bonita de  los pueblos andinos nos propone un mundo austero y diverso, en equilibrio con la naturaleza y con el mundo espiritual.

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De esta forma, el Sumak Kawsay como cimiento de estas magnas cartas constitucionales representa una alternativa en tanto replantea las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza y nos coloca ante la encrucijada de establecer un nuevo contrato social, que recupere unas relaciones éticas entre los seres humanos. El vivir bien nos plantea un nuevo horizonte de vida, que no puede asumirse desde una noción monocultural.

Sin embargo, la realidad es compleja. A partir del siglo XIX, en Europa debido a la llamada «revolución industrial» y a otras transformaciones, las poblaciones rurales migraron del campo a las ciudades y así, se dio un crecimiento sin precedentes de las urbes. Las ciudades se fueron poblando de trabajadores, marginales, obreros, inmigrantes, mendigos, prostitutas, constituyendo lo que algunos autores denominaron multitud;[3] concepto usado para designar a las ‘clases peligrosas’ en las aglomeraciones urbanas, que quedan excluidas de los beneficios de la sociedad industrial (Ortiza, 1996: 71). De este fenómeno no estuvo ajena América Latina.

A partir de mediados del siglo pasado, los gobiernos latinoamericanos con el apoyo de instituciones y programas internacionales impulsaron políticas desarrollistas que promovieron en el continente la industrialización y la modernización, lo que ocasionó que también en este continente grandes masas de población migraran a las ciudades y se produjera un crecimiento desordenado de las poblaciones urbanas, acompañado por el empobrecimiento masivo de su población, en particular de los sectores rurales.

El advenimiento de la sociedad moderna propicia un conjunto de cambios: urbanización, industrialización, migración, mecanización y modernización, conflictos ambientales, emergencia de nuevos actores sociales, incorporación de la mujer al mercado laboral, formación de un mercado interno, homogenización.

Sin embargo, este paradigma civilizatorio entraña múltiples crisis, la más grave y aguda de las cuales es la ambiental. Lo curioso es que mientras más alimento producimos mayor es la crisis alimentaria, mientras más riqueza se genera la pobreza crece y las desigualdades son mayores, mientras más energía se produce menos gente accede a ella, mientras mayores son los avances tecnológicos grandes masas de población no tienen acceso a la tecnología.

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El proceso de modernización asociado a progreso y desarrollo, a su vez sinónimo de Buena Vida en el mundo ocidental, ha conllevado a la urbanización de la Tierra. La lógica moderna es la fábrica, es la ciudad y en ella la pobreza, los tugurios, la contaminación y la destrucción de la naturaleza. El bienestar de occidente está asociado a competencia, libertad y al individuo.

Ante esta realidad, el sumak kawsay nos reta a entablar otras relaciones con la naturaleza y entre los seres humanos, a recuperar el diálogo que los pueblos tradicionales han tenido con la tierra, pero también no [sic: nos] desafía a entender las identidades culturales de los diversos sujetos sociales que integran estos países. Lo que nos plantea Ortiz es superar la noción de «los científicos sociales y los políticos, (que) idealizaron la existencia de una nación homogénea, en la cual la diversidad estaría, orgánica y, si es posible, armónicamente, articulada al todo» (Ortiz, 1996: 87).

América Latina es una conjunción de historias y culturas, una diversidad de territorios, una complejidad de visiones. No somos ya una América pura y originaria, más no por eso tenemos que olvidar nuestras raíces profundas, conocimientos y saberes de los pueblos más ligados a la tierra que debemos escuchar y reconocer, de manera que podamos recuperar nuestro propio camino. La emergencia de los pueblos indígenas sorprende, pero solo «demuestra una realidad antigua, pero que habíamos imaginado como relegada en el tiempo» (Ortiz, 1998: 87). Hoy surgen con fuerza y con propuesta.

Por ello, el sumak kawsay entraña rupturas importantes, de una parte porque nos propone la necesidad de provocar profundas transformaciones en las relaciones sociales, pero también en las relaciones con la naturaleza. El buen vivir o vivir bonito podría contribuir a la articulación de las alternativas que se construyen desde las experiencias de mujeres, indígenas, negros, campesinos y campesinas y, ambientalistas, pero también desde las que se construyen desde los movimientos urbanos y de jóvenes, desde los trabajadores y las trabajadoras, desde los movimientos por la diversidad. De manera que se pueda superar la fragmentación y la sectorización de las propuestas.

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El sumak kawsay o suma qamaña nos plantea un nuevo horizonte de vida, nos reta a armonizar en la realidad nuestras relaciones con la naturaleza. Es decir, construir a partir de allí un nuevo paradigma civilizatorio que nos lleve a enfrentar la crisis ambiental y social que sufre la humanidad.

Ecología política, 12 junio 2009. Disponible en acceso abierto en la revista y reproducido con permiso de la autora.


  1. Constitución Política de Bolivia, diciembre de 2007, Pág. 10
  2. Medina, Javier. Suma Qamaña. Por una convivencia posindustrial, La Paz, Bolivia, Garza Azul Editores, 2006, Pág. 105.
  3. Renato Ortiz define «multitud» como la aglomeración de personas en un determinado lugar. Posee como característica la visibilidad, expresa una concentración, un volumen localizado de un determinado espacio físico. Compuesta por elementos heterogéneos de ahí su carácter de transitoriedad. La multitud según Ortiz es incapaz de generar «conciencia colectiva» y presupone la disolución de las individualidades. (Ortiz, [Otro Territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo] 1998: 75-76).

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