El hijo

Magda Portal

Así     crucificado por la Vida
amaneció una mañana.

Era el alba del hogar proletario
y sus ojos alegres
desconocían las miradas amargas.

Trajes burdos
envolvían su cuerpo de mujer trabajadora
deletreando su belleza
inquietante a las miradas del amo.

¡Cómo es triste un hogar pobre
donde todo nos falta
hasta la luz
que penetra tímidamente
por las ventanas sucias.
Pero de tanto verlo
ella no lo advertía.

Sus hermanitos la besaban
y le tiraban los cabellos
pero ella estaba siempre alegre
¡la vida era tan nueva!

Sus 15 años eran 15 alegrías
rotundas    desafiadoras de la miseria
la madre la miraba
con su dolor cuajado en las pupilas
de frío y permanente
ya no era dolor.

Todos los días
en el taller implacable
suspiraba por el sol que empapaba
el camino.

Los telares isócronos
que absorbían su vida
no lograban llevársela
en la porción de fuerzas diarias
la tarde era cansancio
pero tan lleno de esperanzas
que al alba siguiente
estaba plena de salud.

El Sol    el Sol
a lo lejos, el rumo de la ciudad
tentándola con sus promesas desconocidas
que recorrían su cuerpo en un temblor,
La Ciudad
¡cómo es de extraña la ciudad
para los ojos de los pobres!

La ciudad con sus cines y sus carteles
luminosos    siempre de fiesta
donde todo cuesta porque todo se vende
y los pobres nada tenemos que comprar.

Una mañana
amaneció con el hijo en los brazos.

En vano lo envolvió con su sangre
y con la noche
el gran sudario de los pobres.
Estaba allí
pequeño    triturado    llorándole.
Este fruto moreno
de sus 15 años de alegría.

Cuando la luz entró, muy vaga,
como entra en las casas pobres
donde no se sabe cuándo ha amanecido,
la encontró mirándose, profundamente,
hacia adentro.

Era tan nuevo         tan nuevo
¡el primer hijo de la obrera!

La voz imperativa de la fábrica
le gritó            la mañana se desplomaba
triste, para todos los que dan
el triple del esfuerzo.

Ella seguía mirando         con los
anchos ojos fijos en sus ropas
desgarradas          en la sucia miseria de los pobres.

Los pequeños hermosos haraposos
la madre indiferente
y el hijo que lloraba
como la única protesta.

La miseria nos pesa
como un pecado irreparable.

Desde entonces
por la herida de su vientre
la que perfiló su cara
y transformó su cuerpo
con las líneas de la maternidad
y le trajo el presente
del hijo
una alegría nueva         también desconocida
amaneció en su vida
una alegría sorda.

No era el sol pleno sobre el campo
no eran sus 15 años como 15 canciones
populares.
Era algo ardiente         doloroso
que se clavaba en ella
como una espina honda,
pero así dulce porque era suyo.

¡EL HIJO!
al que acechaba de todos los rincones
la miseria y el hambre, como a los
hermanitos.

Una aurora distinta
había amanecido.

Pero él quería el sol
y los caminos        y la tierra
y el pan sin trabas
y todo lo que nunca poseemos los pobres.

Toda vaciada en él, ya no sería ella.
La vida que quedaba hacia adelante se la debía ahora
al pequeño sin nombre.

¡Cómo había cambiado la expresión de las cosas!
que se volvían duras y agresivas,
nuevas también.

Y entonces sí miró el dolor de la lucha
la diaria angustia de la fábrica ruda
que nunca da bastante para saciar el hambre.

Tenía el pecho henchido de sangre y de congoja
y una alegría amarga la acariciaba toda,
dándole ímpetus nuevos.

Él era una bandera
¡contra su pecho lo defendería!

Por él que conoció las lágrimas
¡creció en su corazón de obrera
la REBELDÍA!

Amauta, núm. 25, julio-agosto 1929, pp. 27-29. Revista disponible online: Amauta.

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