Las hermanas de la Beata
Silvia Nanclares
“Hoy es 15, Berta”, dice Amalia en alto, como si se lo dijera al techo. Se refiere al día que han de hacer el ingreso, pero aún no han conseguido ni la mitad de lo que necesitan.
Berta le ha prometido que lo conseguirán, que antes de las dos está hecho el ingreso en la sucursal del banco de la Plaza de la Beata. Pero a Amalia le cuesta confiar. Más bien le cuesta volver a confiar. Últimamente, ya no se sabe quién ayuda a quién en esta casa.
Las dos permanecen quietas en la cama, muy estiradas, en la medida de sus posibilidades. La persiana, bajada casi hasta el tope, deja transpirar en código morse los indicios de un sol reventón sobre la pared de frente a la cama. Amalia estornuda, esta primavera la está matando. O quizá sea la capa de polvo que protege cada uno de los muebles de esta casa, por más que alguno esté cubierto con plástico resistente que amarillea.
En el aire del dormitorio se percibe cierto ambiente de trinchera, de no querer levantarse, de creencia ciega de que si ellas no se mueven, el tiempo también se detendrá. Berta decide entonces que hoy tomarán café. Que lo necesitan. El café tiene un efecto demoledor sobre Amalia. Le altera, le da una energía inusitada. Y, hoy, para cumplir con el plazo, la necesitan. Porque Berta tiene energía para las dos, pero Amalia es más remolona. Al menos así era antes del accidente que dejó a Berta maltrecha, por más que a ésta le cueste reconocerlo. “Voy a poner una cafetera, Amalia”.
Amalia ha hecho su anuncio como si no necesitara ayuda para levantarse de la cama. Desde que Berta necesita ayuda para todo, cada uno de sus avisos son más bien órdenes, después de los cuales, Amalia, por un resorte engrasado después de años de implícita sumisión entre hermanas (todo el mundo olvida ya que Berta es la pequeña), responde. Es la Bernarda Alba de esta casa, las edades quedaron en papel mojado en el DNI, que, por cierto, las dos tienen caducado. Pero, ¿cómo volver a comisaría?
Así que Amalia se incorpora, no sin dificultad, bordea la cama apoyándose en la colcha sintética que un día fue blanca y hoy tiende al crema manchurroso. Llega hasta el lado de Berta y en un juego de piernas y brazos que parece más que cotidiano, levanta eficazmente a su hermana pequeña hasta dejarla sentada en la cama. “Déjame, que ya puedo yo, mujer”, aparta Berta de su camino a Amalia, a sabiendas de que deberá volver a apoyarse en ella para dar el estirón final y quedar incorporada. Tras unas interminables coreografías que las sacan de la habitación, consiguen vestirse ayudándose por turnos con la ropa de siempre, obviando una vez más el ritual de la toilette, y llegar hasta la cocina donde, con dificultades, consiguen montar y poner al fuego una cafetera enorme y oxidada. Esperan, lógicamente agotadas. “No queda ni una hora, Amalia. Apúrate”.
En la bajada, se cruzan a un vecino con un contenido gesto de desagrado: dar el “buenos días” sin respirar por la nariz es difícil. Antes de salir del portal ya casi van más sudadas, jadeantes, pero justo en la puerta Berta aprieta su bolso contra ella, como si llevara dentro algo importantísimo. Lo abre. Lo justo para dejar sacar una barra de carmín que desenvaina mientras frunce los labios frente al espejo del portal. Amalia siempre haciéndole de arbotante desde atrás, su equilibrio, más que frágil, es temerario. “El rouge es necesario para un día como hoy, Amalia. Casi diría definitivo”. Y acto seguido pinta a la hermana, más arqueada por el peso de la otra sobre ella, mohína, quiere rehuir la pintura que se viene hacia ella, pero allí está, Berta lo consigue. El rojo de sus labios uniéndolas más aún, como un sello privado previo a la salida al exterior.
En la calle, sol pero viento. La primavera. Amalia teme salir volando, literalmente, pero se pertrecha en su hermana mientras la ayuda. ¿Cómo puede un lazarillo protegerse tras su ciego? Pues ésa es la imposible estrategia que define a Amalia. Los efectos de la alergia parecen estar ganando a los de la cafeína sobre su cuerpo, pero la calle Embajadores bulle como es habitual a estas horas de la mañana, lo cual la saca de su ensimismamiento. Cada persona parece dejar una distancia de seguridad entre las vecinas y su espacio personal de mugre olfativa, con el efecto extraño de crear una especie de paseíllo mientras van bajando la calle. Amalia no tiene ni idea del plan de la hermana, y ya es la una y media, según dice la torre de La Casa del Reloj. “Ya es la una y media, Berta”. “Tranquila, tesoro, confía en la tata”. La tata, la tata.
La tata pone el primer pie con determinación en la escalerilla del BBVA, sucursal 3210, una señora con un carrito sale de frente, las hermanas se apartan, arrumbadas casi contra la pared de entrada, pero, superado el bache, consiguen franquear la entrada. Dentro ya, Berta se recompone un momento la ropa, como queriéndose soltar de su cuerda de seguridad llamada hermana. La adrenalina le inyecta el cuello en tensión. Abre de nuevo con dificultad el bolso. Saca dos pequeños burruños de color negro. Primero, la hermana, Berta es así, no puede dejar de cuidar a su compañera vitalicia. El algodón vencido de la media se ajusta sobre la carita de Amalia, los agujeros de los ojos encajan perfectamente sobre sus gafas gordas de concha. Una vez puestos los dos pasamontañas, Berta sacude la cabeza, ufana, frota los labios entre ellos, como queriendo repasarse el carmín antes del acto solemne, saca la pequeña automática del bolso mientras Amalia, desplegando en un solo gesto todo el poder del café sobre sus neuronas, enuncia, apenas gritando, tras carraspear educadamente: “Señores, esto es un atraco”. Alto y claro.
Desde el fondo de la sucursal, tras su mesa, Patri, apenas treinta años, recién nombrada directora, responde: “¡Buenos días, Berta!”. Y por lo bajinis, al compañero vigilante que se aproxima ya hacia ella: “Emilio, anda, avisa al Samur Social, diles que ya están otra vez aquí las Hermanas de la Beata”.
Diagonal, 20 Sept. 201. Disponibel en acceso abierto en el periódico.