Kiiye
Giovanna Rivero Santa Cruz
Ena era como una luciérnaga del bosque. Titilaba en silencio moviendo su cuerpo, encerrando en sus ojos un par de velas fugaces que apagaba apenas la necesidad se había ido con la noche.
Ena amaba la noche.
La conocí cuando ella tenía quince años y yo seis. Mis abuelos la trajeron a las tierras blancas y Ena debió aprender a no llorar, pero en cambio le fue permitido hablar con las manos en un idioma que sólo entendía la oscuridad. Esta fue su única venganza y su gran misterio.
Recuerdo claramente su pelo negrísimo sujetado en una trenza firme, su mirada de pregunta, y a veces de respuesta absoluta; su voz ronca, casi salvaje, de usarla poco o de usarla con rabia. Así era Ena, una mujer a la intemperie.
Tal vez porque intuyó en mí una ausencia genuina de intenciones, Ena me brindó su amistad y sus secretos:
—Kandire es dios de la tierra —me decía a la luz de la fogata cuando ya todos dormían—, él es Tumpa bueno que devuelve tierras a sus hijos —proseguía a media voz, casi sin hablarme, más bien con nostalgia a modo de llanto agazapado en el alma.
—¿Y Kandire te llevará? —preguntaba yo asustada, pues en aquella época Ena era mi único contacto con el mundo real y la posibilidad de su ausencia me auguraba soledades imposibles. Ena sabía enseñarme la vida nombrando las casas con su boca de bruja.
—Río taka —decía ella y las aguas transcurrían en una pendiente infinita—, yagua tigre —pronunciaba Ena, y los críos nos adormecíamos tibios en su pecho.
A mí me llamó Yeruti que quiere decir perdiz pequeña, Yeruti perdiz pequeña, pues a su lado yo me sentía como un pajarillo a punto de extender las alas, nunca volando.
Ena era así, una luciérnaga pequeña que titilaba en la yasitata noche.
Cada atardecer Ena tomaba el caminito hacia el centro del bosque, monte cerrado, claro de luna. Allá permanecía hasta que los gallos y las aves anunciaban la mañana. Con el sol, Ena volvía sabia, serena, hermosa diría yo tratando de que mi infancia no intervenga con su cariño mohoso. Y a su paso las madres asustaban a sus hijos: “La guayara bruja se convierte en mula”, y ellos repetían “guayara bruja, guayara bruja” en una melodía parecida al insulto. Pese a ello, nunca se le pregunt´el motivo de su extraño proceder, nunca, tampoco, se notó algún dejo de cansancio sobre su tez morena por lo que el ritual de la oración fue uno más de los hábitos que la mujer guaraní recordaba de su gente.
De ese modo supe de la muerte y de los sueños, conocí el poder silencioso de las hierbas y las espinas, la invitación maravillosa de la música y las figuras proféticas que el fuego forma en los ciegos contornos de los hombres. Todo esto aprendí de la mujer luciérnaga, y lo agradezco…
—Ena, hoy no vas al bosque, viene la gente de la procesión y te necesito —le dijo mi abuela una tarde lluvia.
A la oración, Ena ya no podía ocultar su ansiedad y en cuanto llegaron los invitados ella tomó el camino del bosque. Esa vez la seguí. Iba de prisa, saltando las quebradas y charcos casi sin mirar, la ruta era suya y la conocía bien. A medida que se acercaba al centro, donde los árboles confunden al humano y a los lobos, Ena se quitaba la ropa. Su cuerpo se reveló espléndido, macizo, mujer morena en tierra de blancos, su trenza gruesa se arrebataba al viento de la noche ararundai, y Ena dejaba de ser una luciérnaga frágil en lo profundo del bosque. Su voz más ronca que nunca cantaba:
—Kiiye, kiiye, kiiyeee —muchos hombres aparecieron de detrás de los árboles, entre ellos mi abuelo, eran hombres blancos, karays, más blancos aún a la luz de la luna. Los hombres y sus sombras se aproximaron a la mujer guaraní y empezaron a tocarla. Ella cantaba—: Kiiye, kiiye, kiiyeeee.
De pronto, uno por uno los tomaba en sus brazos y los devoraba con su cuerpo nocturno. Ya no era su boca de bruja la que nombraba la vida, eran sus manos que poseyéndolo todo daban formas perfectas a las sombras de los hombres que allí estaban. Algunos se deslizaban como ágiles zorros, otros eran jaguares silenciosos; otros, mi abuelo entre ellos, lobos hambrientos de oscuridad.
Y con el mismo cántico
—Kiiye, kiiye, kiiyeee…
Ena se perdió entre los árboles como un felino descubierto y herido.
Ahora, Yeruti perdiz pequeña sabe que kiiye no debe extenderse en el alma, kiiye quiere decir miedo y es veneno certero en el corazón blanco. Sólo Ena, mujer murciélaga, guayara bruja, mujer kiiye, mujer a la intemperie, sabe cantarlo sin riesgos, kiiye, kiiye, kiiyeee…
Nuestra América, núm. 3, 2007. Reproducido con permiso de la autora.