Flor de unión
Oriana Araya Ortiz
Era mi primera clase de posgrado en este nuevo mundo que olía a pulcro y, además, con cada cosa puesta en su debido lugar…
“La mujer marianita, la que obedece a su marido en todo y que a todo dice que sí…”, debatía el profesor enfrente del aula, sintiéndose versado en un tema que a mí me dejó atónita ya que no se ajustaba a mi realidad tan conocida por cada molécula que se revolvía dentro de mí.
Yo venía de un país lejano, al final del mundo, donde tanto mujeres como hombres habían luchado por sus derechos de igual a igual y, manteniendo esta unidad armónica, habían quedado tendidos en el suelo, lado a lado, con sus cuerpos destrozados a manos de aquellos que no podían aceptar que cielo y tierra podían enlazarse en un abrazo de amor. Sí, un país en donde se dice que el Hacedor echó todos los desperdicios de su creación. ¡Para algunos una maravilla, para otros un desastre!
¡¿Marianita?!, regresé mi atención al orador. Ni mis amigas, ni nuestras madres, ni siquiera nuestras abuelas sabían lo que era eso. Traté, en mi ‘broken English’, de explicárselo a mi apasionado disertador. Ninguna de nosotras, mujeres que transportaban sobre sus hombros siglos de lucha, tenía de esa palabrita ni el más pequeño ápice corriendo por sus venas. ¿De dónde había sacado este gran letrado esa información?
El discursante me miró con cara de sorpresa, como si fuera lo más increíble que una personita de un país tan salvaje como el mío, pudiese argumentar. Luego de darme una mirada de conmiseración, me hizo una pregunta, la cual, aún para mí, una semi indiecita saliendo del claustro, sonó fuera de lugar:
—Si hay que pintar un dormitorio, ¿quién elige el color?
— ¿Quién? Por supuesto que yo. Es verdad que mi esposo me ayudaba, a pedido mío, a aplicar la pintura en los lugares más altos que yo no podía alcanzar; pero la decisión era mía. —Mi profesor se encogió de hombros expresando su incredulidad.
No teniendo muchas palabras en este nuevo idioma para seguir mi refutación e ir directamente al punto real de la situación, tuve que cerrar la boca y encogerme como un gusanito para analizar por mi misma la situación. Mientras tanto el eximio conferenciante siguió su disertación sin temor a una nueva y absurda interrupción de parte mía.
Sentada en mi pupitre, sintiéndome una niña injustamente castigada, remonté mi mente al ayer y, entonces, frente a mis ojos surgió una flor, no cualquier flor, sino que la flor de mi niñez. Era negra, de pétalos relucientes, no más de tres, y al fondo de ella se erguían los pistilos amarillos danzando alrededor del gran estambre que se inclinaba frente a cada uno de ellos para tapizar el fondo, decorado de puntitos rojos, con el polen de la nueva vida.
Era mi flor, la más hermosa que he visto en mi vida y la que nunca más he vuelto a encontrar. No piensen que era una fantasía, era real. Nació en el jardín de mi madre como una ofrenda de amor. Fue la primera; luego vino el jardín, después la huerta y, finalmente, cuatro hermosos árboles frutales. Maravillas de la naturaleza que no estaban allí cuando pisamos ese agreste terreno por primera vez.
A mi padre, químico del mineral, le habían asignado una casa, recién construida, frente al laboratorio donde hacía los análisis de los metales propios del lugar. La casa era pequeña y muy monona, parecía casita de cuentos; pero lo terrible era que estaba rodeada de un suelo áspero, duro, sin una gota de verdor. Mi madre, criada en el campo, no se hizo muchos problemas; compró una picota y empezó a despedazar el suelo para enterrar allí algunas semillas. Mi padre la miraba con asombro mientras le decía:
—¡Mujer, esta tierra da solo piedras! ¿De dónde sacaste que te va a dar flores?
—La tierra es algo vivo, ella entiende cuando la amamos y cuidamos. Ya verás cuando me regale sus flores— respondía mi madre, mientras seguía picando su pedacito de tierra y yo echando un poco de agua encima de él, acción que llevaba a cabo con un diminuto balde de juguete.
Y así fue, ella tenía razón. ¡La flor negra nació!
Mi padre, asombrado, compró otra picota y, en las tardes, después de su trabajo, empezó a picar el suelo, lado a lado con mi madre, mientras tanto yo corría entre ellos, acarreando un balde con agua, un poco más grande que el anterior. Como premio a mis esfuerzos, ellos me asignaron un cuadradito de tierra que yo convertí en una diminuta jungla. Allí cultivé toda clase de flores, y era un gozo mirar cómo abejas y mariposas revoloteaban sobre ellas; de vez en cuando aparecía un abejorro, como también una avispa solitaria que odiaba que tratara de cazarla; pero esto en vez de afear el conjunto, lo embellecía más.
“La tierra es viva y nos ama”, seguía repitiendo mi madre cada mañana mientras transportábamos agua en nuestros baldes para alimentarla. Nuestro trabajo se hizo más fácil cuando mi padre instaló un grifo cerca de la puerta; entonces nuestro pequeño jardín empezó a crecer hasta convertirse en un paraíso. Mi padre, poco a poco, siguió picando la tierra un poco más lejos del jardín y le dio vida a una huerta.
¡Cómo nos amaba la tierra! Primero nos regaló tomates, luego lechugas, más tarde sandias y, finalmente, ¡cuatro frondosos durazneros! Bajo su sombra mi padre instaló una hamaca, hecha por mi madre con tela de sacos paperos. Allí, se sentaban en las tardes de verano, pelando duraznos y planeando su futuro, el cual iba más allá de lo que yo podía percibir.
—Cuando me jubile, mujer, nos iremos al campo; tendremos una parcelita en que plantaremos un parrón; bajo él pondremos una mesa para sentarnos a comer con nuestros hijos y nietos. Tendremos de almuerzo choclos cocidos, ensaladas de tomates con cebollas y, de postre, las mas ricas sandias de la estación.
Estos planes los trataron de concretar en una realidad; empezaron a comprar a plazos un par de parcelitas, las irían pagando mes a mes hasta cuando fuera tiempo de jubilarse de ese trabajo saturado de gases metalúrgicos; sí, un largo tiempo, pero para entonces ellos ya serían dueños de ese lejano paraíso. Todo parecía maravilloso y bien planeado, pero lo impredecible llegó: ¡la mina cerró! Mi padre tuvo la suerte de ser considerado uno de los mejores químicos de la compañía minera, razón que le valió para que lo trasladaran a lejanas minas más extensas, pero más áridas y más cerca de un gran centro urbano saturado de modernización. Solo el futuro diría si eso iba a ser mejor o peor para sus planes de futuros granjeros…
Llegó el momento de irse. Mis padres se levantaron temprano aquel día para regar por última vez su paraíso. Yo corrí hacia mi jardincito y me despedí de mi flor negra, la cual me habló. Sus pétalos estaban más radiantes que nunca mientras sus duendecitos interiores (estambre y pistilos) me decían: ¡Siempre te amaré, no me olvides!
Y no la olvidé…
Llegué a la gran ciudad, buses y autos corrían por todas partes, un gran colegio (en el cual cabían fácilmente unas diez o doce escuelitas de mi infancia semi minera) me acogió con cariño, pero… mis padres ¿dónde estaban?
Mi madre, encerrada en su nueva y flamante casita amarilla, siguió cultivando un diminuto jardín, un milagro en una ciudad donde el agua escaseaba constantemente. Mi padre, muy lejos en el desierto, siguió analizando metales, mientras que con la poca agua que usaba para su higiene personal, logró hacer crecer tres árboles al pie de su laboratorio. Había mantenido la fe de mi madre: “La tierra es viva, nos ama; solo tenemos que cuidarla y amarla de vuelta”.
Sí, cada uno de nosotros, por nuestro propio lado, siguió amando la tierra; pero el trabajo en equipo se había roto. No fue culpa de un patriarcado avasallador como lo seguía debatiendo mi profesor enfrente del aula, ni mi madre fue una marianita dominada. Fueron solo las exigencias modernas que, en busca de un mejor confort económico, olvidan que siempre hay que darle el pase al nacimiento de una flor, aunque sea negra; y esto se consigue cuando un padre y una madre tienen la oportunidad de mantenerse lado a lado, aprendiendo a amar y cuidar la tierra en unión.
La clase terminó y mi flor negra me sonrió…
Texto inédito.